Recientemente escribía Antonio Montero sobre la fortuna de tener buenos maestros y
la manera en que esta circunstancia condiciona nuestra vida. En ese mismo texto el
autor incidía en la manifestación del reconocimiento hacia estas personas. En este
aspecto,la entrada de hoy además de inesperada se convierte en obligada. Inesperada
por la noticia del fallecimiento del protagonista de este escrito y obligada porque,
como alumno suyo,no cabe otra que el agradecimiento hacia su labor.
Rafael Calvo fue maestro en el colegio Beato Juan Grande de Carmona la mayor parte de
su trayectoria profesional. Una de esas escasas y tan necesarias personas que hacen
que conocerle suponga un privilegio.
William Faulkner comparó la literatura con una cerilla en un campo de noche “no
ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuánta oscuridad hay a su alrededor”. El
mismo símil hace justicia a Don Rafael con la diferencia que, por suerte, su ráfaga de
luz no se apagará nunca, pues los que le conocimos llevamos un poco de su reflejo.
En sus clases él podía convertir una asignatura difícil y aburrida en algo sencillo y,
además, motivante. Siempre con una sonrisa que regalar y con muchas que provocar con
sus ejercicios de problemas con un tal Agapito de protagonista, o sus exámenes en los
que casi todos sacábamos un diez que nos pintaba con una carita sonriente en el cero.
Gracias a él disfrutamos de excursiones, teatros, su huerto escolar, el taller de cerámica,
los carnavales…
Los de mi edad coincidimos con él durante la reforma educativa que cambió los ocho
cursos de la EGB a los seis de la Educación Primaria actual dando la bienvenida
a la ESO. Esto supuso tenerlo, primero como maestro en el colegio, y después como
profesor en el instituto. Gracias a personas como él este cambio de ley y de etapa
educativa fue algo más llevadero. En el instituto pudimos confirmar lo que ya sabíamos,
que era un gran profesional. Se dice que las comparaciones son odiosas y es así, pero
lo son para el que sale perjudicado. En su caso siempre salía ganando porque tenerlo
como docente suponía una sensación de tranquilidad y confianza que hacía que
rindiéramos más y, lo mejor de todo, sin darnos cuenta a la vez que disfrutábamos.
Don Rafael fue y será todo un ejemplo de persona. La confirmación de que la forma de
ser de alguien educa mucho más que los contenidos del currículum a tratar. Alguien
capaz de convertir lo difícil en fácil, lo aburrido en divertido, eliminar las
preocupaciones, dejar a un lado la obsesión por las notas, el temor a equivocarse, hacer
que el reloj corriera deprisa… No sé cómo lo conseguía, quizás era magia y eso sólo
saben hacerlo los magos.
En la escritura de esta entrada quiero agradecer la colaboración de Beatriz Sanz e Inma
Calvo por su ayuda y por haberme dado tantas facilidades para poder realizarla.